Cuna histórica de grandes artistas, una colección pictórica apabullante y avenidas majestuosas. Viena exhibe cultura a sus visitantes por los cuatro costados.
Una ciudad no se convierte en una gran ciudad hasta que sus más significativas características no quedan plasmadas en una rimbombante sentencia, a modo de sobrenombre. New York es ‘la ciudad que nunca duerme’, debido a su ajetreado estilo de vida. Por su rico patrimonio, Toledo es ‘la ciudad de las tres culturas’. Miles de romances idealizados han hecho de París ‘la ciudad del amor’ Mientras que Roma, tras milenios de historia, se ha convertido en ‘la ciudad eterna’.
¿Y Viena?, ¿La ciudad del vals? Si esa frase es a lo máximo que alcanza nuestro ingenio para referirnos a la capital de Austria, es el momento de preocuparse. Por simplista. Viena es vals, pero también pintura, cine, arquitectura, o gastronomía. Viena es una de las pocas ciudades que mejor ha sabido integrar la cultura en el día a día de sus habitantes. Y está muy bien el itinerante intento de la Comunidad Europea por buscar cada año una nueva capital cultural. Pero, señores, no hay estandarte que represente mejor esos valores que el de la capital austriaca.
Nada más pisar la antigua capital del imperio austrohúngaro uno ya se siente tentado a darle un apelativo a la urbe: la ciudad de la arquitectura. El primero de sus múltiples y sobrecogedores primas ya ha conseguido cautivarnos. Ya sea en sus principales arterias, o en las callejuelas más escondidas, la imponente arquitectura vienense es capaz de obnubilar al visitante más experimentado. Sus edificios, plagados de preciosistas detalles ornamentales, fluctúan, con una armonía única, entre una gran variedad de estilos arquitectónicos: clásico, barroco, gótico, modernista; ninguno escapa al atractivo diseño de la ciudad. Para tomar conciencia de la grandiosidad de sus edificaciones un simple paseo basta. Desde Stephandom, en el epicentro histórico, hasta Ringstrasse, podemos maravillarnos con joyas de la arquitectura tales como el Palacio Imperial, el Rathaus, o la archiconocida Ópera Estatal. Un poco más alejadas, aunque igualmente obligatorias, son las paradas en los palacios de Belvedere y Schönbrunn, perlas monumentales en las que podemos asomarnos a la esplendorosa época que le tocó vivir a la emperatriz Sisí.
Nada más pisar la antigua capital del imperio austrohúngaro uno ya se siente tentado a darle un apelativo a la urbe: la ciudad de la arquitectura.
Pero Viena no solo es clásica. Mientras nos desplazamos entre históricos emplazamientos, no es difícil ser asaltado por alguna de las cuantiosas construcciones que alberga la ciudad del arquitecto modernista Adolf Loos. Un punto vanguardista, aunque sin llegar al extremo del excéntrico Friedensreich Hundertwasser. Sus coloridas y onduladas obras, como Hundertwasserhaus o la incineradora de Spittelau, sin duda harán soltar al visitante más de una exclamación.
Y es que en Viena todo tiene cabida. Desde la futurista ciudad empresarial del Donau City en mitad del Danubio, a las casas tradicionales de los barrios vinícolas en las faldas del Leopoldberg. Personalmente, me quedo con tres rincones que, a pesar de no aparecer en las principales rutas turísticas, poseen un encanto especial. Setagayapark, un parque japonés situado en el distrito 19 capaz de borrar de nuestra mente todas las preocupaciones habidas y por haber.
Haus des Meeres, el único de los tres búnkeres, vestigios de la segunda guerra mundial, remodelado como acuario y rocódromo. Y Franziskanerplatz, una idílica plaza, bajo la tutela de un vigilante Neptuno, que toma su nombre de la iglesia franciscana que la preside. El lugar perfecto para saborear Viena. Y digo bien, saborear. Porque en Viena la cultura también se receta vía oral.
En los cafés de la ciudad, para ser más exactos. Cuando uno se sienta en el Café Spert, o en el Central, no solo está degustando un aromático expreso, además se está imbuyendo del espíritu de Freud, Trosky o Schnitzler. Nunca sentiremos tan de cerca a algunas de las personalidades más ilustres del siglo pasado como en las tertulias vienesas. No sin razón la Unesco calificó la cultura cafetera de la capital austriaca como patrimonio de la humanidad. Y si al mismo tiempo que estimulamos nuestra inspiración, degustamos una porción de tarta Sacher, la experiencia puede llegar a ser realmente mística.
Aunque, eso sí, cuidado con el ímpetu con que se vive el arrebato, que Hitler también anduvo por allí. En su caso, lo que atrajo al tirano de la ciudad fue la pintura. El afán promotor del emperador Francisco-José I y el mecenazgo tradicional de la casa de los Habsburgo, convirtieron a Viena en la inmensa galería de arte que ha llegado hasta nuestros días. La cantidad y variedad de artistas y obras maestras que acogen sus museos es tal, que hacen de la capital austriaca una visita obligada para cualquier persona con plenas facultades oculares.
Solo en el Kunsthistorisches Museum es posible contemplar la mayor colección del mundo de Rubens, un tercio de las obras producidas por Brueghel el Viejo, cuadros de Velázquez, El Bosco, Caravaggio o der Weyden. En cada una de las interminables salas del palacio-museo hay una sorpresa aguardándonos, cómo los curiosos retratos con verduras de Archimboldo, o la famosísima representación de Napoleón cruzando los Alpes.
Pero además de una colección internacional avasalladora, las pinacotecas de la ciudad también poseen atractivos autóctonos. Ni más ni menos que su propio movimiento artístico, la Secesión de Viena. Quizá por ese apelativo solo les suene a los ya introducidos, pero si lo revisto con el nombre propio de Gustav Klimt y su ‘beso’, el paisaje cambia. Las obras de Klimt, Schiele, Kokoschka y compañía, son uno de los grandes reclamos pictóricos de la capital austriaca. Su popularidad los hace estar presente en casi todas las galerías de la ciudad, como Albertina, Belvedere o Mumok. Pero es en Leopold Museum donde residen gran parte de las obras de esta escuela modernista. Un verdadero santuario de la pintura más expresiva.
La pintura es tanta parte de Viena, y Viena es tanto para la pintura, que incluso, en más de una ocasión, la propia ciudad ha sucumbido a la tentación de servir cómo lienzo. Aunque, en lugar de óleos, ha sido el celuloide el encargado de explotar sus atributos artísticos. Viena ofrece al fiel cinéfilo la oportunidad de descubrir los inolvidables rincones que protagonizan la delicada Museum Hours, o compartir algún secreto inconfesable en la misma noria en la que El tercer hombre revela su auténtica identidad. Viena nos da la oportunidad de enamorarnos entre sus calles, Antes del amanecer.
Pero en la antigua capital del imperio no todo fueron embriagadores idilios, también hubo dramas, cómo los que se representan cada día entre la interminable sucesión de óperas y teatros que colorean las vías de la urbe. Y al alcance de cualquier bolsillo. Incluso a la distinguida Opera Estatal se puede acudir desde tan solo cinco euros. Que la cultura es una máxima y una prioridad en Viena queda patente cuando, en lugar de fútbol, las pantallas urbanas agracian al viandante con las interpretaciones de Fausto o El Cascanueces.
Y, desde luego, Viena es música. Pero no del modo manido y desprovisto de sentido con el que se afirma que es ‘la ciudad del vals’. La música en Viena es un proceso natural, como el transcurso del Danubio; algo casi biológico, como respirar. Por eso, lo primero que hace la ciudad al despertarse cada año nuevo es regalarse los oídos con el concierto de la Orquesta Filarmónica. Y desde ese mismo día, la música no deja de sonar durante todo el año, en todas las esquinas, de todos los estilos. Indudablemente hay vals. En febrero arranca la temporada de los bailes de salón en la Opera. Pero es con la llegada de la primavera cuando la ciudad explota todo su potencial armónico. Cada día podemos encontrar una nueva propuesta: conciertos en el canal, electrónica en MuseumQuartier, pop independiente en Karlplatz, una sinuosa melodía en ese pequeño parque por el que siempre sueles pasar de largo.
Sin embargo, hay dos fechas imperdonables: el Sommernacht Konzert y el Donauinselfest. Dos festivales completamente diferentes pero con un mismo fin, devolverle a la ciudad –a sus habitantes– el agradecimiento por su devoción musical. En el Sommernacht Konzert es la Orquesta Filarmónica de Viena la que vuelve a deleitar al público, aunque, en esta ocasión, contando con la inestimable y colosal ayuda del Palacio de Schönbrunn. La experiencia es sobrecogedora. Casi tanto como la que se vive en el Donauinselfest, en el que se pone a disposición de la música una isla completa.
Y en estos tiempos de tijera y nueva muesca en el cinturón, dónde lo primero en suprimirse siempre es la cultura, semejante oasis para los sentidos bien merece un apellido a su altura.
Yo no soy ningún experto, ni referente, ni creador de opinión, ni siquiera excesivamente ingenioso. Solo soy una persona que vivió Viena, hasta sus últimas consecuencias. Por eso puedo decir con tranquilidad que Viena no es la ciudad del vals, ni de la música, ni de la arquitectura. Viena es el sustento y el aire que permite al arte florecer. Y en estos tiempos de tijera y nueva muesca en el cinturón, dónde lo primero en suprimirse siempre es la cultura, semejante oasis para los sentidos bien merece un apellido a su altura. Viena es el último bastión del arte.